Primero, Paranoid Park es un lugar físico. Una pista de skate construida por unos adolescentes en Oregon, Portland. Allí se "adquiere experiencia" (drogas, delincuencia, historias densas). Segundo -y paralelamente- Paranoid Park es un estado entre onírico e imaginario, a la manera de un sitio- talismán, un centro de gravedad que atrae irremediblemente hacia sí, puro mérito del bellísimo lenguaje que encontró Gus Van Sant para mostrarlo.
Porque Paranoid Park -la película - construye toda su magia a partir de un descubrimiento estético notable: la extracción de belleza a partir de la velocidad (lenta) de las cosas. Hay una obsesión, un cuelgue, en esos momentos de cámara en mano, Super 8, que filma a los skaters volando por el aire, por ejemplo. Apenas comenzada la peli ya hay una escena de esas, que se van a repetir casi insistentemente después. La pista, los rayos de sol, las rampas. Pero sobre todo, los cuerpos y sus ondulaciones.
Y la clave adolescente. Van Sant encuentra la forma de aniquilar el lugar común en el modo de filmar chicos y chicas en esa edad. Ese lugar común que sugiere torpeza, edad del pavo, movimientos desalineados. Lo que en otro cineasta hubiera sido lugar remanido, en VS es el descubrimiento de una belleza intrínseca. Con sus propios códigos. Lo que nos muestra, en esa lentitud de irresistible seducción, son los códigos de ghetto, de tribu: pantalones XL flotando, cayendo, mostrando vientres lisos e imberbes; zapatillas, tablas, canguros. Por momentos la música ambiental se detiene y quedamos en un suspiro, mirando. La lección es: la belleza se construye, con los elementos propios del cine.
Porque Paranoid Park -la película - construye toda su magia a partir de un descubrimiento estético notable: la extracción de belleza a partir de la velocidad (lenta) de las cosas. Hay una obsesión, un cuelgue, en esos momentos de cámara en mano, Super 8, que filma a los skaters volando por el aire, por ejemplo. Apenas comenzada la peli ya hay una escena de esas, que se van a repetir casi insistentemente después. La pista, los rayos de sol, las rampas. Pero sobre todo, los cuerpos y sus ondulaciones.
Y la clave adolescente. Van Sant encuentra la forma de aniquilar el lugar común en el modo de filmar chicos y chicas en esa edad. Ese lugar común que sugiere torpeza, edad del pavo, movimientos desalineados. Lo que en otro cineasta hubiera sido lugar remanido, en VS es el descubrimiento de una belleza intrínseca. Con sus propios códigos. Lo que nos muestra, en esa lentitud de irresistible seducción, son los códigos de ghetto, de tribu: pantalones XL flotando, cayendo, mostrando vientres lisos e imberbes; zapatillas, tablas, canguros. Por momentos la música ambiental se detiene y quedamos en un suspiro, mirando. La lección es: la belleza se construye, con los elementos propios del cine.
Esto es lo que más me gustó. Después, claro, hay una historia. Hay un dramatismo que se desencadena en bloques, en etapas, complejizándose, dando lugar a elucubraciones tenebrosas. Si bien la historia atrapa, al salir del cine sentí que no era lo más importante. Me había quedado colgado con la música de Elliott Smith y esas tablas volando, y los destellos de sol tapando la lente.